Maria Teresa Compte Grau
Érase una vez dos jóvenes mexicanas del municipio veracruzano de Guadalupe que un buen día por la mañana, al salir de casa a por pan y leche, escucharon al paso del tren que cruzaba su municipio a un hombre que les gritaba “mamita, dame de comer”. Han pasado diecinueve años desde entonces y las dos jóvenes, junto a su madre, otras dos hermanas y otras diez mujeres no han dejado ni un solo día de acudir a las vías para responder con frijoles, arroz, tortillas y agua al hambre con el que viajan cientos de emigrantes hondureños, salvadoreños, guatemaltecos y también mexicanos a través de los 3.000 km que separan la frontera sur de México con la del Sur de los Estados Unidos de América. A bordo de La Bestia, que es como se conoce a ese tren que aminora su marcha al paso por el municipio de Guadalupe, hoy conocido como La Patrona, viajan hombres y mujeres que escapan de América Central. No son aventureros que sueñan con el descubrimiento de nuevos mundos, ni viajeros que gozan del contacto con culturas y gentes diferentes. Son emigrantes a los que la necesidad, la pobreza y la violencia expulsa de sus casas. Las Patronas les dan comida y al hacerlo, como ellas explican, colaboran con Dios. Es impresionante escuchar a esas mujeres recias, valientes y libres explicar que la obra que ellas hacen es de Dios. Ellas solo responden al Dios que las ha enamorado, haciendo lo que Él hacía: sanando enfermos, dando de comer, abrazando con cariño e intercediendo por los más débiles e indefensos. Así llevan 19 años. Durante este tiempo han asistido a enfermos, han curado llagas y sanado heridas. Han sido prudentes, pero jamás se han plegado a las leyes que injustamente prohíben la asistencia al emigrante. México es el corredor por el que transitan alrededor de 400.000 emigrantes al año de los que solo unos 150.000 llegan a Estados Unidos. Las cifras dicen que unos 20.000 migrantes perecen anualmente en México víctimas del narco, el tráfico de órganos o las conductas ilegales de las fuerzas policiales. Pero el mayor escándalo son las cifras que nos hablan de 57.000 niños centroamericanos y mexicanos que viajan solos escapando de la pobreza, la violencia y el narcotráfico. A estas alturas, negar que existen causas estructurales que motivan y explican la emigración forzosa solo puede ser necedad o mala voluntad. El Papa Francisco lo denunció en su primer viaje a Lampedusa y ha insistido en ello en los mensajes que ha hecho llegar a través del Secretario de Estado vaticano, Monseñor Parolin, a los asistentes al encuentro bilateral que sobre el tema migratorio han celebrado la Santa Sede y el Gobierno de México. Ha sido una pena que en el transcurso de esos días de reuniones, las organizaciones eclesiales y civiles que en México trabajan a favor de los emigrantes en Albergues y zonas fronterizas especialmente duras, no hayan sido invitadas. Este extremo, que no pasa desapercibido, sirve de acicate para arrojar luz sobre los distintos niveles en los que los católicos estamos llamados a comprometernos cuando la injusticia clama al cielo.
La complejidad del fenómeno migratorio exige medidas urgentes y efectivas en el plano internacional CiV 62. Ese ámbito, sin embargo, no exime, sino todo lo contrario, la adopción de programas, medidas y acciones en los niveles medios e inferiores en los que la Iglesia tiene deberes inexcusables. La Iglesia está llamada a cuidar la fragilidad. Las Patronas lo hacen en respuesta a esa voz que hace 19 años escucharon por primera vez procedente de un tren del que, ellas mismas lo confiesan, no sabían nada. Confieso que hace una semana que me hicieron el regalo de compartir una cena con ellas y sigo impresionada. Aunque creo que más aún me impresiona que estas mujeres que han estado en Oxford y en Roma hablando de su misión, no hayan conseguido que los mass media españoles les hayan dedicado ni siquiera un minuto. Será que los españoles no deseamos que nadie nos recuerde que en nuestra particular frontera son legión los que gritan “Mamita, dame de comer”.